sábado, 28 de enero de 2012

Número 1.


Verano. La playa se encontraba desierta, no había ni un alma, ni siquiera una maldita sombrilla. Las nubes cubrían el cielo cual pintura en óleo. No hacía calor, tampoco frío, había un punto medio, como si aquel fuera el fin de la calurosa estación. La arena se comportaba de manera traviesa al son de la ligera brisa que golpeaba con brutalidad mis cabellos. Y a los suyos. De lejos se le podía ver, fijando la vista al horizonte. Deambulaba sin ni siquiera moverse, no quería dar un paso adelante, estaba sepultada sin ser ni siquiera atada. Las ganas de preguntar por ella, por saber con más certeza si su alma acompañaba a su cuerpo fijo como una estaca en la madera. Paré a su lado. Ni siquiera tuve la decencia de mirarla. Sus ojos derramaban lágrimas que, por la acción del viento, volaban. Cerré los ojos por un momento, podía escuchar cómo sollozaba. Me recordaba a una niña pequeña. Lo peor de todo es que tenía que ser el idiota que escuchaba todas sus tonterías, asimilaba todos sus errores, y para colmo, lloraba. Estaba al borde de aferrarme hacia ella, y por otro lado, con ganas de arrearle una bofetada, por idiota. Intuía de primeras por qué era. Sí, la adolescencia es una época muy mala.

Definitivamente la abracé. Sentí por un momento su calor. Esta vez sí pude mirarla de frente. Sus ojos azulados estaban enrojecidos a causa de las lágrimas, y con un dedo, pude deshacer unas cuantas de su mejilla. Se encontraba más serena. Respiraba con más calma. No bastó siquiera una palabra para expresar todo aquello que quería escupir por esa boca. Yo lo sabía todo, y no quería volver a recordarlo. Pero por un momento, noté como unos polos intentaban atraer nuestros cuerpos al menos unos centímetros más. Desgraciadamente, quizás por suerte, rozamos nuestros labios. Formamos entonces un beso. Dulce, suave, como el tacto de la seda. Mis abrazos rodearon su cuerpo, ella quiso aferrarse más, yo hacía más hueco entre mis brazos, pero ese momento fue efímero, tanto que se le pudo calificar de fugaz. Me separé. Volví a emprender camino al paseo. Mientras iba alejándome, la esencia de sus labios permanecía en los míos, y su silueta comenzaba a confundirse con el color de la arena. A esto se le llama un momento de total espontaneidad.

Ni siquiera le dije adiós, porque aquella fue la última vez que la vi. Se perdió. Sólo quedó el recuerdo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario